Y el viento nos llevará
JOAN NOGUÉ - 14/01/2004
El viento es invisible, pero sus efectos no. Y por ello es un agente activo del imaginario, ya que supone una experiencia interior. Estamos tocados por el viento y buscamos el aire de los tiempos. Conviene fijarse en su poética, que es brisa y catástrofe
Los vientos no son más que simples movimientos del aire originados por las diferentes presiones atmosféricas que se dan en la superfície terrestre como resultado de ciertos desequilibrios térmicos. Este fenómeno natural, aparentemente trivial por su cotidianidad, es, de hecho, un complejo proceso físico que ha condicionado las formas de vida del planeta desde que éste existe.
El aire en movimiento transporta partículas de todo tipo, pero sobre todo vapor de agua, lo que determina en gran manera el régimen de lluvias y, en definitiva, los climas y la vegetación de la Tierra. Ni los ecosistemas naturales ni las civilizaciones del Sudeste Asiático serían lo que son sin la influencia de los vientos monzónicos, que en verano transportan el aire cálido y húmedo del océano Índico y del sudoeste del Pacífico hacia el interior del continente y, en invierno, lo arrastran en dirección contraria, dando lugar a un tiempo claro y seco de varios meses de duración. Sin los vientos alisios, que soplan en las áreas situadas entre los 5º y 30º de latitud norte y sur y que son regulares y constantes en su direccción, no se entenderían los viajes hacia el oeste en la época de la navegación a vela. Por otra parte, a escala más bien local, vientos que tienen un recorrido mucho más corto ayudan también a explicar la localización de determinados asentamientos humanos y las actividades productivas y recreativas que en ellos se dan: es el caso de las brisas terrestre y marina en las zonas costeras, o el de los denominados vientos de montaña y de valle en las zonas de accidentada topografía. Los vientos crean, en efecto, paisajes, pero también los destruyen. El viento es un agente erosivo de primer orden, en especial en las zonas áridas y semiáridas del planeta, donde la escasez de cobertura vegetal deja el suelo en manos de una erosión eólica implacable. La potencia del desierto como paisaje se debe en buena parte al viento.
Al crear, moldear o destruir el paisaje, el viento se convierte en una parte integrante de éste, y también de su cultura, puesto que –conviene no olvidarlo– el paisaje es, a la vez, una realidad física y su representación cultural; la fisonomía externa y visible de una determinada porción de la superfície terrestre y la percepción individual y social que genera; un tangible geográfico y su interpretación intangible; el significante y el significado, el continente y el contenido, la realidad y la ficción. El viento no sólo transporta vapor de agua o partículas biológicas, sino también sonidos, olores, emociones, recuerdos, imágenes. Como decía Gaston Bachelard, “l'air, c'est l'imagination en mouvement”.
Es sorprendente constatar la acusada influencia del viento –un elemento intangible, etéreo y volátil por naturaleza– en la conformación de entornos, de espacios simbólicos, de paisajes con discurso. Lo saben bien los artistas del land-art y, en general, aquellos creadores y escritores que se han interesado por averiguar –por entender– cómo la dinámica del viento contribuye a la elaboración de creaciones espaciales y paisajísticas específicas. Jacint Verdaguer, Carles Fages de Climent –en su “Oració al Crist de la Tramuntana”– y, más tarde, Josep Pla vieron en la tramontana un elemento esencial del genius loci ampurdanés. Desde la música, Lluís Llach evoca de manera espléndida la tramontana y el conjunto del paisaje sonoro del Empordà en la composición “Verges 50” y, desde otro lenguaje artístico tan distinto como es el cinematográfico, Marc Recha utiliza la fuerza sugestiva de este fascinante viento del norte en su reciente película “Les mans buides”, recurso habitual, por otra parte, en muchos cineastas, que han realzado o complementado la potencia de un determinado paisaje a través del viento. Así suele ser en muchas de las películas ambientadas en el desierto y también en las que se han servido de otros paisajes de gran personalidad, como el de la Patagonia, captado de una manera brillante por Carlos Sorín en “Historias mínimas”.
Más allá de la literatura y del arte, pero no muy alejados de ellas, geógrafos, arquitectos y paisajistas como David Seamon, Christian Norberg-Schulz y Nathalie Rolland, se han preguntado, a través de la fenomenología del paisaje, cómo y de qué manera la geografía de un determinado entorno contribuye a crear una especial atmósfera, un particular carácter, un sentido del lugar, en definitiva. Partiendo de la base de que el paisaje es sinérgico y aceptando su intrínseco dinamismo, consideran que todo paisaje mantiene una estructura y un significado esenciales y constantes que una explicación fenomenológica puede revelar e interpretar. Pues bien, el viento, como la luz, es una de estas cualidades esenciales que hay que tener en cuenta, como expuso Eric Dardel en 1952 en “L'homme et la terre. Nature de la réalité géographique”, un libro que se avanzó a su época y que en muchos sentidos aún no ha sido superado.
Dardel, para quien el paisaje es un conjunto, una convergencia, un momento vivido, una impresión, no duda en conceder al aire, al viento, un papel fundamental en la conformación del espacio geográfico. Se trata de un elemento “invisible, et toujours présent. Permanent, et pourtant changeant. Imperceptible, mais arraché par le vent à son insignifiance... L'espace aérien vibre et résonne”. Si existiera un tratado de geopoética como el que Eric Dardel intentó esbozar, el viento ocuparía en él un lugar destacado.
JOAN NOGUÉ - 14/01/2004
El viento es invisible, pero sus efectos no. Y por ello es un agente activo del imaginario, ya que supone una experiencia interior. Estamos tocados por el viento y buscamos el aire de los tiempos. Conviene fijarse en su poética, que es brisa y catástrofe
Los vientos no son más que simples movimientos del aire originados por las diferentes presiones atmosféricas que se dan en la superfície terrestre como resultado de ciertos desequilibrios térmicos. Este fenómeno natural, aparentemente trivial por su cotidianidad, es, de hecho, un complejo proceso físico que ha condicionado las formas de vida del planeta desde que éste existe.
El aire en movimiento transporta partículas de todo tipo, pero sobre todo vapor de agua, lo que determina en gran manera el régimen de lluvias y, en definitiva, los climas y la vegetación de la Tierra. Ni los ecosistemas naturales ni las civilizaciones del Sudeste Asiático serían lo que son sin la influencia de los vientos monzónicos, que en verano transportan el aire cálido y húmedo del océano Índico y del sudoeste del Pacífico hacia el interior del continente y, en invierno, lo arrastran en dirección contraria, dando lugar a un tiempo claro y seco de varios meses de duración. Sin los vientos alisios, que soplan en las áreas situadas entre los 5º y 30º de latitud norte y sur y que son regulares y constantes en su direccción, no se entenderían los viajes hacia el oeste en la época de la navegación a vela. Por otra parte, a escala más bien local, vientos que tienen un recorrido mucho más corto ayudan también a explicar la localización de determinados asentamientos humanos y las actividades productivas y recreativas que en ellos se dan: es el caso de las brisas terrestre y marina en las zonas costeras, o el de los denominados vientos de montaña y de valle en las zonas de accidentada topografía. Los vientos crean, en efecto, paisajes, pero también los destruyen. El viento es un agente erosivo de primer orden, en especial en las zonas áridas y semiáridas del planeta, donde la escasez de cobertura vegetal deja el suelo en manos de una erosión eólica implacable. La potencia del desierto como paisaje se debe en buena parte al viento.
Al crear, moldear o destruir el paisaje, el viento se convierte en una parte integrante de éste, y también de su cultura, puesto que –conviene no olvidarlo– el paisaje es, a la vez, una realidad física y su representación cultural; la fisonomía externa y visible de una determinada porción de la superfície terrestre y la percepción individual y social que genera; un tangible geográfico y su interpretación intangible; el significante y el significado, el continente y el contenido, la realidad y la ficción. El viento no sólo transporta vapor de agua o partículas biológicas, sino también sonidos, olores, emociones, recuerdos, imágenes. Como decía Gaston Bachelard, “l'air, c'est l'imagination en mouvement”.
Es sorprendente constatar la acusada influencia del viento –un elemento intangible, etéreo y volátil por naturaleza– en la conformación de entornos, de espacios simbólicos, de paisajes con discurso. Lo saben bien los artistas del land-art y, en general, aquellos creadores y escritores que se han interesado por averiguar –por entender– cómo la dinámica del viento contribuye a la elaboración de creaciones espaciales y paisajísticas específicas. Jacint Verdaguer, Carles Fages de Climent –en su “Oració al Crist de la Tramuntana”– y, más tarde, Josep Pla vieron en la tramontana un elemento esencial del genius loci ampurdanés. Desde la música, Lluís Llach evoca de manera espléndida la tramontana y el conjunto del paisaje sonoro del Empordà en la composición “Verges 50” y, desde otro lenguaje artístico tan distinto como es el cinematográfico, Marc Recha utiliza la fuerza sugestiva de este fascinante viento del norte en su reciente película “Les mans buides”, recurso habitual, por otra parte, en muchos cineastas, que han realzado o complementado la potencia de un determinado paisaje a través del viento. Así suele ser en muchas de las películas ambientadas en el desierto y también en las que se han servido de otros paisajes de gran personalidad, como el de la Patagonia, captado de una manera brillante por Carlos Sorín en “Historias mínimas”.
Más allá de la literatura y del arte, pero no muy alejados de ellas, geógrafos, arquitectos y paisajistas como David Seamon, Christian Norberg-Schulz y Nathalie Rolland, se han preguntado, a través de la fenomenología del paisaje, cómo y de qué manera la geografía de un determinado entorno contribuye a crear una especial atmósfera, un particular carácter, un sentido del lugar, en definitiva. Partiendo de la base de que el paisaje es sinérgico y aceptando su intrínseco dinamismo, consideran que todo paisaje mantiene una estructura y un significado esenciales y constantes que una explicación fenomenológica puede revelar e interpretar. Pues bien, el viento, como la luz, es una de estas cualidades esenciales que hay que tener en cuenta, como expuso Eric Dardel en 1952 en “L'homme et la terre. Nature de la réalité géographique”, un libro que se avanzó a su época y que en muchos sentidos aún no ha sido superado.
Dardel, para quien el paisaje es un conjunto, una convergencia, un momento vivido, una impresión, no duda en conceder al aire, al viento, un papel fundamental en la conformación del espacio geográfico. Se trata de un elemento “invisible, et toujours présent. Permanent, et pourtant changeant. Imperceptible, mais arraché par le vent à son insignifiance... L'espace aérien vibre et résonne”. Si existiera un tratado de geopoética como el que Eric Dardel intentó esbozar, el viento ocuparía en él un lugar destacado.